*** Artículo publicado en Periodismo Humano
En Nueva York hay quienes han perdido su casa tras el paso de Sandy, pero también hay quienes no tenían casa antes del huracán y han tenido que ser trasladados de sus propios refugios, donde viven evacuados de la pobreza todos los días. Ana, de 38 años, come con su hija Catherine, de cuatro, en una mesa larga junto a cientos de personas en un shelter, un albergue de la calle 49 para los damnificados. La pequeña, con un pijama de leopardo y zapatillas rosas, apenas abre la boca. Hay dos trozos de pizza fría, dos sándwiches de pan integral con rodajas de zanahoria cocidas, dos mini batidos de chocolate y dos peras. “Está triste desde que estamos aquí. Con lo que le gusta la pizza y no come nada”, cuenta Ana, que va en sandalias a pesar del frío que sube por los huesos.
Ella y su hija fueron evacuadas del albergue donde viven, en la Catherine Street, en el Lower Manhattan, anegado y sin luz. Llevan cuatro días con la misma ropa. No han encontrado nada que les sirva en el mercadillo solidario improvisado en la entrada, distribuido en mesas por sexo y tallas.
“En este centro hay 1.052 personas ahora mismo”, explica Myra, abogada de oficio y voluntaria. El Gobierno de Nueva York ha habilitado 15 shelters distribuidos por todo el territorio. “Nuestras oficinas están cerradas y hemos venido aquí a ayudar”, dice Myra mientras come apresurada una ensalada envasada.
Ana deja el sándwich y la pera. No sabe si la habrán despedido. Trabaja en un burguer por horas y no ha podido ir en toda la semana porque no tenía con quién dejar a la pequeña: “En el otro albergue la dejo con seguridad con conocidos, aquí no puedo. Me han dicho que los autobuses son gratis y luego iré con la niña a cuestas, pero deberían entender esta situación tan dura”.
Catherine, con una trenza a cada lado, sonríe porque otra mujer evacuada le ha regalado una manta de colores, lápices y témperas, pero sigue sin probar un trozo de pizza. Juega a taparle los ojos a su madre y sonríe todo el tiempo, como si quisiera ocultar a todo el mundo, también a su propia madre, su tristeza. “Una vez, cuando tenía solo dos años y su padre me estaba gritando, le puso un plato en la boca”, recuerda Ana. “No podía asomarme a la calle, ni hablar por teléfono. Lo dejé, sobre todo, por mi hija”, concluye.
Rebuscando entre las montañas de ropa está Carmen, de Honduras. Tiene los labios pintados de rosa claro, pero su cara está descompuesta. “A mí el huracán no me ha dejado sin casa, me ha quitado mi casa el paro”, afirma. Vivía en un apartamento en Queens con cuatro habitaciones hasta hace dos meses, cuando la echaron de un almacén de productos alimenticios al por mayor. Asegura que su marido se fue con otra mujer y había días en los que no tenían ni para comer. Desde entonces vive con su hija, de 13 años, en el mismo refugio que Ana, de donde también fueron evacuadas. “Mi hija no está acostumbrada a vivir en esta situación y los psicólogos me han dicho hoy que si sigue así, la tendrán que internar. Dice que no merece la pena vivir así. Es un drama”, cuenta afligida pero sin lágrimas en los ojos, quizá porque no le quedan.
La mayoría de los evacuados en este centro son personas sin hogar, más visibles que nunca en una Nueva York vacía. La noche previa a la llegada de Sandy, mientras los supermercados se quedaban sin productos en las estanterías, seguían durmiendo en la calle personas liadas en mantas. A la mañana siguiente, esas mismas personas continuaban en las bocas del metro clausuradas o resguardadas en las paradas de autobús desiertas, esperando nada.
Cientos de personas comen y hacen cola para recoger alimentos en el shelter habilitado en la High School of Graphic Arts, en la calle 49 (O.C.)
La cola para recoger la comida es larguísima y serpentea entre las camas de lona verdes y azules tendidas por toda la planta baja de la High School of Graphic Arts, donde se ha habilitado este shelter. En una de las camillas, bajo una manta, guarda una mochila Linda, una señora de 50 años, con abrigo de paño negro hasta los pies y sombrero a juego. Está muy cansada. Ella sí tenía casa y ha perdido todos sus recuerdos en una planta baja del Lower Manhattan. Apenas le salen las palabras. Se siente extraña en ese lugar frío que a ratos recuerda a los salones donde comen los presos y hoy comen sin techos muertos de hambre.
Linda es pesimista: “La vida es lo más importante, yo la tengo, pero no sé cómo empezar ahora”. Otro evacuado, con barbas blancas y pelo desgreñado, duerme a su lado, como si Sandy no hubiera cambiado nada en su vida.
Más de 50.000 personas duermen en la calle en Nueva York, según los datos de Coalition for the homeless, todos expuestos al huracán. Actualmente además, 46.600 personas sin hogar -incluidos casi 20.000 niños- tienen una cama en un shelter municipal. Estos datos suponen un aumento de más de la mitad de personas sin hogar que hace diez años en la ciudad de los rascacielos.
Las personas en exclusion social siguen planes específicos. Algunos programas del Departamento de Servicios para Homeless incluyen asesoría, capacitación laboral, rehabilitación de salud mental, servicios especializados para veteranos o tratamiento para drogodependientes. Pueden permanecer en estos albergues hasta que encuentran un sitio donde vivir, para lo que también reciben ayuda. Muchos de ellos, sin embargo, consideran que los shelters son las cárceles de los pobres en las que entran y salen constantemente sin ninguna solución. Y mucho más ahora, tras el paso de Sandy, que los ha colapsado.